martes, enero 29, 2008

Las penas

Desde muy pequeña escuchaba a mi abuelo decir que las penas nunca vienen solas. Mi madre decía que era porque se estaba poniendo viejo, pero yo sabía que debía tener alguna razón que yo desconocía para decirlo.

Cada vez se movía más lento, y se cansaba más de prisa, y sus dedos agarrotados por la artritis ya no acertaban a abotonarle la camisa. Cuando lo veía intentar anudar los cordeles de sus zapatos me ponía triste porque fue él quien me enseñó a lazar los míos.

En ocasiones, cuando llegaba de la escuela, lo encontraba vagando por el jardín, apoyado en el bastón que, según contaba, había tallado su padre cuando empezó a encogerse con la edad. También él hubiera tallado el suyo porque le gustaba la madera. Pero me había confesado que para cuando aceptó que lo necesitaba, sus manos temblaban y sus ojos no eran lo que fueron. Apenas si veía el abuelo.

En el jardín, me decía, no se sentía tan solo porque aunque no podía verlas, podía reconocer las flores por su aroma. En ocasiones lo encontraba con la mirada perdida hacia las montañas, lejos, como si pudiera ver más allá del cielo.

─ Esta oscureciendo temprano ─anunciaba.

No me di cuenta hasta mucho tiempo después que sabía que estaba oscureciendo porque los pájaros bajaban de vuelta a sus nidos, y no porque las flores olieran diferente a esa hora, o porque podía ver cuando alargaba la mirada más allá del horizonte.

Una vez quedó ciego por completo, comenzó a confundirse. En vez de salir al jardín, salía al camino y aunque el tránsito era muy poco, el camino podía ser peligroso por los hoyos, o porque si caminaba demasiado olvidaba cómo volver a casa. Si yo lo alcanzaba verlo desde el autobús escolar que nos dejaba cerca de la casa, iba a buscarlo y lo tomaba de la mano.

─ ¿Eres tú, Virginia? ─ inquiría.

Yo le aclaraba que no, que la abuela había muerto ya hacía muchos años, y entonces me preguntaba si yo la recordaba.

─ A veces no recuerdo su rostro ─me decía con amargura ─ ¿tú sí?

Mami nos había dicho que no le mintiéramos al abuelo, pero igual yo le decía que sí, que sí la recordaba. No mentía porque sobre la repisa donde mi madre tenía las fotos familiares estaba una de mi abuela con él. Entonces se alegraba y me pedía que se la describiera, y a cambio, me contaba cuentos de su niñez.

Igual que olvidó el rostro de la abuela, comenzó primero a confundir nuestros nombres, y luego a olvidarlos. Le desesperaba el tener que estar preguntándolos, el mío, el de mis hermanos, y el de papi y también el de mami, que no se le debía olvidar porque era su hija. Una vez entendía quién era quién daba las gracias y aclaraba, que “a veces mi mente se confunde”.

La mañana que subí a buscarlo porque ya el desayuno estaba listo y no respondía a los llamados de mi madre, lo encontré con los ojos abiertos y la mirada perdida allá lejos. Parecía que ciertamente su vista penetrara el cielo y estuviera viendo a la abuela, porque estaba sonriendo.

A las pocas semanas de la muerte de mi abuelo, mi padre tuvo un accidente en las minas y no pudo trabajar mas. Tuvimos que abandonar el campo y mudarnos al pueblo, a vivir en la casa de una hermana de mami. Entonces comencé a entender lo que quería decir mi abuelo cuando hablaba de las penas…

2 comentarios:

José Miguel dijo...

Tristemente el caminar por la vida termina de esa forma. Varios son los problemas que los ancianos sufren a través de los años.

Suerte para ti y para el que se tuvieron el uno al otro y esto les da calidad de vida a ambos.

Me fascina tu escrito, muy bueno, adelante.

Victoria dijo...

Querida compañera del curso: Te envío este poema que compuse hace dos semanas, que creo que encaja con la historia del abuelo.
Un abrazo desde España, Victoria Trigo

ME VUELVO VIEJO


Me vuelvo viejo,
se nublan mis soles,
y en el reloj de mi playa
llora mi arena
olas de sal muerta.

Me vuelvo viejo,
enredo fechas, lugares,
nombres, detalles,
me sobran objetos,
me faltan instantes.

Me vuelvo viejo,
necesito que me quieran:
soy un náufrago sin botella
que ha perdido su isla,
su norte y su mar.