sábado, mayo 01, 2010

El legado

A mi tía Delia, hermana de mi madre, le había tocado el cuestionable honor de ser la solterona de su generación. Según mi madre, era una especie de maldición que perseguía a las hijas mujeres de su familia y que condenaba a una de ellas a quedar sola y sin hijos.

Maestra de escuela de niños en grados elementales, cosa que parecía disfrutar, viajaba todos los veranos con un grupo de maestros. A través de los años anduvo prácticamente el mundo entero. Ya mayor, con la salud afectada luego de una aparatosa caída, fue a vivir a nuestra casa trayendo con ella fotos, tarjetas e innumerables recuerdos de sus viajes. Con aquel botín, del cual nadie pudo separarla, se distraía por horas. Contemplaba, organizaba y reorganizaba sus “tesoros”, como dimos en llamarles mis hermanas y yo, con cierto cinismo.

Con frecuencia entraba a su cuarto a ver cómo se sentía, e invariablemente me contaba alguna de las historias de los objetos que guardaba. El brillo de sus ojos, y la iluminación en su rostro me hacían pensar que la vida de tía Delia no había sido del todo aburrida.

Una tarde me enseñó con orgullo el álbum que había heredado de la tía solterona de la anterior generación. Nunca me explicó cómo llegó a sus manos, pero me lo mostró con gran orgullo: las fotos, los pañuelos tejidos, los carné de baile, las flores secas, todo en orden cronológico, cosa que, según me explicó quería hacer con los de ella.

La mañana en que la encontramos con los ojos cerrados para siempre, sonreía tranquila. Contra su pecho estrechaba un hermoso álbum en cuya tapa había bordado en puntos de cruz una gardenia, mi flor favorita. Cuando mi madre lo levantó de su pecho y me lo entregó, tenía los ojos ahítos de lágrimas.

1 comentario:

lucille lang correa dijo...

Precioso Margret preciosa memoria, maravillosamente escrita como todo lo que haces

Abrazos