jueves, mayo 10, 2012

El milagro


De que existen los milagros puedo dar fe, yo estaba presente.  Me habría ido de vuelta temprano, pero mi mujer quería quedarse a ver qué tal se la pasaba (curiosa, como toda mujer). “Si quieres vuélvete tú, que yo me quedo”.  Acabé por quedarme, y juro que no me arrepiento porque si ella me lo cuenta, no se lo creo.

Habíamos pasado un día pesado, caluroso en extremo.  El agua que llevaba en el cántaro se había terminado y estábamos muertos de sed y llenos de arena. Arena de granos pequeñitos.  De esa que se mete hasta en el pelo, que se pega y pica con el sudor del día.

Esther tenía los pies hinchados y yo deseoso de que se diera por vencida para anotarme el triunfo del “yo te lo dije, mujer, qué rayos podías esperar de este millar de muertos de hambre siguiendo a un pordiosero más”.  Fue entonces que él se detuvo y con su vara nos hizo seña de que nos sentáramos.  Yo le hice sitio a Esther lo mujer que pude, velando porque nadie me la mirara mucho. Ella es de buen ver y entre tanta piltrafa humana éramos de lo mejorcito. Al menos no nos quejábamos de nada.  De vez en cuando una brisa refrescante nos llegaba pero traía con ella, entre otros innombrables, el olor a sudor.  Plena bofetada nauseabunda en la cara.

Entonces comenzó el discurso. Igual que un César cualquiera. Mi estómago que no es nada silencioso cuando está vacío había comenzado a hacer unos ruidos de espanto.  “Ahora, aquí se forma”, pensé.  Pero el hombre habla que te habla, y todos le escuchaban con la boca abierta sin prestar atención al ruido que  brotaba de mi estómago.  Esther no dejaba de regañarme con la mirada, como si eso me quitara el hambre. 

Fue entonces que ocurrió.  Luego de un total silencio, empezó un rumor que brotó de las filas de enfrente y se fue extendiendo inexplicablemente hacia nosotros. Para cuando llegó la canasta a donde estábamos su olor la había precedido.  Hacía años que no comía pan tan fresco como aquel, y el pescado, delicioso, aún caliente.  Esther y yo comimos hasta hartarnos.

Desde entonces cada vez que alguien me dice que ha visto al pordiosero, se me abre el apetito y pregunto si repitió el milagro de los panes y los peces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me alegra ver que sigues escribiendo.