viernes, marzo 29, 2013

Parabola del amor y el odio

Nicolás era un hombre de sentimientos, sensaciones y emociones fuertes y profundas. Cuando amaba lo hacía con cada hebra de cabello, con cada diente, con cada célula de su cuerpo. Era un amor grandioso, extraordinario, imponente que ocupaba todo el espacio disponible en su corazón. Su odio era igualmente desmedido, exagerado, descomunal, monstruoso. Víctimas de su amor y de su odio, le temían. Presa de una de las dos intensas emociones, era capaz de perseguir al objeto de ella hasta el final del mundo. No había lugar donde esconderse ni modo de escapar de su ímpetu.

Cuando amaba, escondía la fogosidad de sus sentimientos hasta tanto la otra parte le correspondía. Ya envuelta en el tejido de sus palabras amorosas, de sus tiernas caricias, de aquel amor inusitado que juraba, comenzaban a cambiar las cosas. Entonces dejaba escapar por sus fauces de lobo famélico insaciable la enfermedad que padecía, queriendo devorar a su adorada e impidiendo que tuviera contacto con alguien que no fuera él mismo. Víctimas de sus celos, de aquél amor que reclamaba todo o nada, la idolatrada se asustaba intentando dar unos pasos atrás. Tan pronto Nicolás se daba cuenta del espacio tomado, su amor se trastocaba en odio. Era un coraje vengativo, destructivo, malévolo y retorcido que había causado que más de una de sus amadas/odiadas buscara el escape a través de la locura o la muerte.

Rosario había jurado que lo haría cambiar: su amor sería suficiente para arroparlo, abrigarlo, resguardarlo de sus propios humores destructivos, probándole que alguien podía amarlo de la misma forma en que él amaba. Se dio a la tarea de conquistarlo, porque de otra forma, Nicolás nunca se habría fijado en ella. Carecía de la hermosura que le gustaba al hombre, pero poseía en cambio una voz musical de sirena, irresistible. A través de ella logró que el hombre la notara. Poco a poco lo fue envolviendo, aprisionando, encarcelando con una hermosa tela de araña que lo encadenó a ella pero que le impedía respirar. Por primera vez en su vida, Nicolás supo de la necesidad de espacio, de retirarse un poco. No es que no la amara, le repetía, era solo que necesitaba mantener su propia identidad. Rosario reaccionó como una fiera herida, alimaña rapaz dispuesta a todo, su amor vuelto odio. Nicolás no quería perderla, así que, pese a sus recelos, se casó con ella.

Ahora viven juntos, en un compás de odio y amor, puntas extremas de una línea. Péndulos que constantemente oscilan de un extremo a otro de sus emociones tratando de encontrar su centro, su balance. Mientras, Rosario vive segura que curó a Nicolás dándole de su propia medicina, pero temerosa de haber creado en ella misma un monstruo. Nicolás reflexiona que encontrar a alguien tan retorcido como él le ayudó a controlar sus excesos y eso lo llena de paciencia.

Vistos desde afuera son dos corazones que aman y odian con majestuosa enormidad, presos de un disloque de conducta, esplendorosa locura, maquiavélica demencia en las que viven las más inefables alegrías y tristezas. Los que los conocemos, sabemos que tal es la simbiosis de sus almas que el día que uno muera, se llevará el corazón del otro. Ya lo decía Alphonse de Lamartine en el siglo 19: a menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.

2 comentarios:

Lucille Lang Correa dijo...

Un abrazo Margret como siempre eres una cuentista estupenda. Escribir es como tomar agua no podemos vivir sin la palabra. Se te quiere!

margret dijo...

Gracias, Lucille. Feliz Pascua de Resurrección..