sábado, junio 08, 2013

Los dientes de la rosa muerden

“Los dientes de la Rosa muerden”, me dijo el hombrecito cuando me presenté, aún antes de que le dijera a lo que venía.  Se me quedó mirando pensando quizás que iba a rebatirle diciéndole lo que a mí me parecía obvio, “las Rosas no muerden”.  Afortunadamente antes de que lo dijera en voz alta, me di cuenta que no puedo juzgar a las demás por una Rosa.  Siempre le dije a mi mamá que no había tenido ni imaginación ni gusto al ponerme nombre, así que bien mirado el problema es que yo soy una falsa Rosa.

Por años quise ser Patricia porque Patricia era libre y sabía reír y, ahora se me ocurre, también tenía dientes que mordían. Era arriesgada, aventurera, coqueta y llamativa y la parimos entre un hipnotista y yo en una tarde.  Me la entregó hecha mujer en su voz sensual y exquisita envuelta en un casete.  La lengua del hombre se enredaba en su voz y su voz en mi cerebro despertando unas ansiedades y necesidades en mí de tal naturaleza que insuflaban vida a Patricia en mi cuerpo.   

Nunca antes había sabido lo que es estar obsesionada.  Aprendí que si tengo que definirme a base de uno de  los sentidos yo definitivamente soy auditiva.  Estaba encaprichada con aquél hombre que era el único que sabía que Patricia me habitada. 

Como la recién llegada-nacida no tenía remilgos se ocupaba de que cada mediodía yo llamara al hipnotista. Así ambas escuchábamos su saludo para inmediatamente colgarle sin delatarnos. Imagino que le interrumpimos más de una digestión, pero no sé hasta dónde los hipnotistas puedan sentirse amenazados por sus hipnotizados y si tendría razones para pensar que la llamada la hacía uno de sus pacientes. 

De pronto y casi sin darme cuenta, me encontré moviéndome en mi oficina como Patricia, deslizándome al caminar como ella, riendo su risa fresca y gutural y, lo que era aún peor, sosteniendo la mirada de los hombres, o buscándola si no me miraban, con el desparpajo propio de ella.  

El corazón amenazaba con salírseme del pecho, frase trillada pero completamente verdadera en este caso.  Me encontré pensando que podía ser promiscua, adúltera e infiel, sin remordimiento alguno, con solo permitir que el ser que se había posesionado de mi cuerpo actuara.  Asustada tomé una decisión de la cual ahora me arrepentía: encerrar a Patricia en el estuche del casete, deshacerme de él y olvidarme del hombre.

De igual forma que vuelve al criminal al lugar del crimen regresaba habiéndome dado el permiso de buscar al hipnotista para que me ayudara a resucitar a Patricia. Balbuceé como pude, porque reconozco que aquél hombrecito, aunque diminuto me resultaba imponente, que buscaba al terapista que residía allí y al que había visitado años atrás.

“Solo una vez les está permitido venir por su verdadero nombre”, me dijo con una  voz tronante que desmentía su tamaño.  Sentencioso añadió, “oportunidad desperdiciada es oportunidad perdida para siempre”.

Gemí que no podía ser, que era injusto, que reconocía que había actuado precipitadamente pero en aquel entonces era demasiado asustadiza, inhibida, frágil, inmadura...  “Estaba casada”, le dije como si eso explicara porqué el sol se pone cuando atardece.  

Me vio tan abatida que debió cogerme lástima, y con cautela me preguntó si tenía otro nombre.  “Margarita”, le dije, “pero imagínese, las Margaritas silvestres, esas ni siquiera pueden aspirar a parecerse a las Rosas, menos aún a…” No me dejó terminar.  Con una amplia sonrisa que me dejó ver sus dientes blancos y perfectos, me dijo, “no crea, no se menosprecie, hay unas variedades magníficas entre las Margaritas africanas…”



2 comentarios:

Lucille Lang Correa dijo...

Genial
Me encanto

margret dijo...

Gracias, Lucille. Sabes porqué, ahora, siempre añado el Margarita...