miércoles, octubre 15, 2008

Impresiones

Le deleitaba el roce de los dedos de Adelaida recorriendo su cuerpo, hasta llegar a su nuca. Esas caricias inexplicablemente le recordaban el sabor del dulce de lechosa que su abuela le hacía de pequeño. Era un dulce pegajoso que se le quedaba en los labios, los que se relamía extendiendo tímidamente el plato vacío.

─ No más ─decía la abuela riendo─ que a la hora de la comida no vas a tener hambre.

En ocasiones, la mujer se conmovía y entonces le daba otra porción, “solo un poquito pero te vas de la cocina”. Entonces corría hasta el cuarto que compartían y allí, escondido, lamía el plato hasta dejarlo limpio sintiéndose feliz y satisfecho.

Mientras se hundía en los resquicios de aquel cuerpo joven pero voluptuoso, perdiéndose entre sus montañas y sus valles, aspiraba la fragancia a blanco de Adelaida y se sentía tranquilo y en paz.

Su abuela también olía a blanco, pero era el blanco del agua florida de Murray y Lanman con que en las noches se persignaba antes y después de orar, y el blanco de las azucenas que jamás faltaban en el altar a Santa Bárbara, dónde mantenía un velón encendido para espantar a los fantasmas. Le causaba risa ver a la anciana hincarse y levantarse con la dificultad de los años y el lumbago, para luego acomodarse junto a él en la cama. Pequeñito, se encogía aún más, pegándose a su abuela para sentir su olor a blanco. Olor que lo arropaba protegiéndole de las pesadillas que habían venido en la vieja maleta de cartón con que su padre lo dejó en casa de la abuela, con un “ya mismo vuelvo”.

Los dedos de Adelaida y su olor a blanco no pasaban de ser impresiones fugaces que no dejaban huella alguna en su espíritu, pero que le recordaban que en él, imponente e inmensa, estaba para siempre tallada la imagen de su abuela.

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