lunes, abril 20, 2015

Un día, cada día...


Los días se concatenan, y si bien mi cuerpo descansa, mi cerebro no deja de trabajar.  Da vueltas y vueltas sobre las mismas cosas.  Me parece que voy a perder lo que pueda quedarme de mi salud mental.  Debo estar jugándome bromas,  ¿Cuál salud mental?  Casi no puedo moverme (no tengo energías), todo me requiere un esfuerzo tan brutal que, aunque logre sentarme, me voy deslizando poco a poco hasta caer acostada. Me retuerzo preocupada de qué va a ser de mí.  La casa de mi hermana es un refugio, por ahora, mientras ella pueda soportarme.  Los viajes al médico, a la farmacia, me debilitan y añaden a mi angustia, y al mal humor de ella, que tiene que llevarme porque me da miedo conducir.  La lengua me pesa y no quiero hablar con nadie y mis amistades han dejado de llamarme.  Yo tengo la culpa porque no quiero hablarles.  Sorprendo a mi hermana charlando por teléfono con una amiga sobre mi estado de salud, y reconozco por su voz que lo ha dicho a todos: el sacrificio que es para ella el atenderme, estar pendiente que coma, que me levante, que me bañe.  Está cansada.  Con razón me digo, no la culpo, pero alguien tan privado como yo…

Si lograra levantarme y volver a ser quién era, ¿me miraran todos con pena? O realmente, sus simpatías están con mi hermana, con la lucha que lleva conmigo. Quiero morirme, tengo que morirme, me digo.  Dejo de tomar agua pensando que posiblemente es la única forma en que me pueda dejar morir.  Afuera aúlla un perro e imagino que alerta sobre mi muerte.  Cierro los ojos y entro al mundo de los que duermen sin soñar, porque ya no sueño, ni tengo metas, ni fantasías y menos aún, la ilusión de que pueda salvarme.

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