lunes, junio 30, 2008

Rosas y otras flores

De mi madre aprendí a no cultivar rosas ni flores exóticas.

Frente a la casa de campo en que viví mis primeros años, mi madre cultivaba un rosal. Pasaba horas podando los rosales y arrancando las flores silvestres que se empecinaban en crecer entre ellos. Apenas unos días después empezaban nuevamente a despuntar las hojas de la hierba recién arrancada, y mi madre volvía al ataque, para risa de mi abuelo que se empeñaba en decirle que “la hierba mala nunca muere”.

Era yo apenas una adolescente cuando murió mi abuelo, y tuvimos que mudarnos. Fue imposible que mi madre transplantara el hermoso rosal que se quedó atrás con muchos de nuestros mejores recuerdos. Para mi sorpresa mi madre jamás intentó recrearlo en ninguna de las múltiples casas en que vivimos en los próximos años. Cada casa más desvencijada que la anterior, marcando la triste miseria de una madre sola intentando sacar sus hijos adelante.

Años más tarde, entre mis hermanos y yo compramos un pequeño chalet en el campo para que mi madre viviera sus últimos años cerca de la naturaleza que tanto amaba. Frente a la casa le preparé un pequeño jardín y le llevé semillas de rosas. Poco después la empresa en la que trabajaba me trasladó por un tiempo al extranjero. Al regresar, tan pronto pude fui a ver a mi madre. La encontré trabajando en su jardín, en el cual en gloriosa confusión de colores crecían las flores silvestres que con tanta pertinacia había arrancado de su antiguo rosal.

Después del abrazo que tanto necesitaba le pregunté por las rosas. Me miró sonriendo con la sonrisa sabia de mi abuelo.

─ No te sientas mal, pero preferí no sembrar las semillas ─me dijo. Me tomó tiempo, pero aprendí que las rosas, flores bellas y delicadas esconden espinas hirientes. Estas plantas silvestres, sin embargo, son harto agradecidas: siempre tienen flores, no tienen espinas, y seguirán aquí aún después de que yo muera dándole color y alegría al paisaje.

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