sábado, enero 12, 2013

Es cuestión que pase la tormenta

Sería como vivir sujeto a un pararrayos
en plena tormenta y
creer que no va a pasar nada.

A los cuatro meses de casados, en una discusión por el uso que yo daba a “nuestro” dinero, mi mujer me pidió el divorcio. Luego de aclararle que el dinero era “mío” pues ella no trabajaba, accedí a dárselo. Siempre he pensado que las cosas pasan por alguna razón, y si ella me iba a pelear por haberme comprado una motora con mis ahorros apenas a los cuatro meses de casados, ¿qué podría esperar para dentro de unos meses más? Era mejor romper la relación ahora, que esperar a que tuviéramos más compromisos comunes.

A los pocos meses tuve un accidente y destrocé la moto, prueba irrefutable de que ya era hora de que sentara cabeza nuevamente. A la primera que llamé fue a mi exmujer, visto que ella me había advertido que me pondría la motora de sombrero. Si tenía esas capacidades adivinatorias me vendría bien estar con ella, porque estaba teniendo problemas en el trabajo.

Ella pensó que era una broma y casi se asfixia de tanto reírse. Me despedí pero no sin antes desearle muchas felicidades en su nuevo trabajo, así como en su relación con Octavio, quien había sido mi mejor amigo, hasta poco después del divorcio. Recién me enteraba de la razón por la cual se había distanciado: aparentemente siempre había estado enamorado de mi ex, y había aprovechado la depresión de ella al divorciarnos para usurpar mi lugar. Juré no confiar más en mis amigos y hacer todo lo posible por reconquistarla. Después de todo, Octavio era un plato de segunda mesa. Le daría la demostración que ella necesitaba para enterarse que aún nos amábamos y que solo juntos podríamos ser felices.

Comencé a llamarla todos los días, primero a su casa, cuando dio de baja el número, a su celular y cuando cambió este, a su trabajo. Cada dos o tres días le enviaba flores a la oficina y los viernes por la tarde le enviaba un correo electrónico diciéndole que la amaba e invitándola a salir. Estaba terriblemente enamorado y el despecho me estaba matando.

Para esos días me llamó mi jefe para recordarme lo que ya me había dicho hace meses: continuaba desatendiendo mi trabajo y, lamentándolo mucho, si no cambiaba mi actitud prontamente, me despediría. Tomé la amenaza como un llamado del destino a que rompiera esas amarras para siempre, así que le renuncié de inmediato y me di a la tarea a tiempo completo, de reconquistar a mi mujer. La seguía a todas partes, la llamaba cuantas veces podía, y dejé de enviarle flores solo cuando me faltó el dinero para hacerlo y las tarjetas de crédito alcanzaron su máximo.

Hoy recibí un documento legal que dice que no puedo llamarla, ni siquiera estar en su cercanía. Me acusa, según el documento, de hostigamiento. Sé que esta es la prueba final a que me está sometiendo, y después de que pase la tormenta podremos estar juntos. Es solo cuestión de redoblar mis esfuerzos.

No hay comentarios.: