
Coloqué entre las dañinas la envidia, el rencor y la vanidad, pero también el amor. Al despojarme del amor sentí pena porque significaba poner distancia entre los otros y yo, pero esa misma pena fortaleció mi decisión. El apego, me dije, hace daño.
Experimentada la pena de deshacerme del amor, a ella la coloqué entre los inútiles. La pena a mí misma y a los demás me hace débil y había comprobado que me causaría problemas al desligarme de mis otras emociones.
Libre de las pena, decidí colocar todos los otros sentimientos y emociones bajo el título de inservibles. Desde la alegría hasta la tristeza, pasando por el miedo y sus corolarios, todos fueron a compartir un espacio. Nos hacen frágiles y, en mi caso, eran cómplices en la depresión que sentía, último sentimiento que encerré detrás de esa puerta.
Sin emociones ni sentimientos no tuve que pensarlo para deshacerme de las llaves, forma intelectual de asegurarme que el arrepentimiento no se colaría por alguna hendija haciéndome ir en busca de algunos. Me sentí liviana, liviana y vacía. Miré a mi alrededor y me di cuenta que flotaba como un inmenso globo. Eso soy desde entonces, un globo que flota en el espacio, lleno de un gas incoloro, incapaz de fingir siquiera una sonrisa, cosa que francamente, no me importa.
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