sábado, agosto 07, 2004

Muñecas de trapo

Pasé de rubia a pelirroja en un arranque de esos que nos da a las mujeres. Quiero un “look” diferente, le dije al estilista, y procedió a pintarme el pelo del color de Raggedy Ann, la muñeca de trapo. Apenas pudo mi cabello soportarlo, lo llevé a un rojo cobrizo, más natural. Pero lo de la muñeca de trapo se me quedó en la cabeza, quizás porque siempre ha estado ahí.

De niña, nunca me gustaron. No sé si es que se parecían menos a un bebé que otras clases de muñecas, pero la verdad es que con sus ojitos pintados o de botones, me parecían un engaño. No eran muñecas de verdad. Las muñecas de verdad cerraban los ojitos, y no tenían la ropa cosida al cuerpo, no perdían la forma, se ensuciaban menos, y esas no eran las que traían los Reyes, esas las hacía mi mamá por un patrón a la medida que cortaba en papel de periódico.

Han pasado muchos años desde entonces. Varios desde que tuve el pelo del color de Raggedy Ann. Pero no he olvidado algo que con el tiempo aprendí de las muñecas de trapo. Es preferible mantener los ojos siempre abiertos a la realidad de la vida; es preferible ser flexible porque se lastima uno menos; el ser lavable es una ventaja, porque siempre se pueden enjugar las lágrimas y empezar de nuevo; y que con sólo estar, y mientras esté, como antes componía con la aguja a mis muñecas de trapo, mi madre puede ayudar a sanar, con su cariño y comprensión, mis heridas.

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