Mi abuelo tenía la frente arrugada de tanto pensar, y surcos en las mejillas de tanto vivir. Caminaba encorvado, arrastrando los pies, y a veces, tenía que sentarse a descansar y me enviaba por agua.
Mientras la degustaba, miraba a lo alto. En ocasiones, me parecía ver una chispa en sus ojos, y, entonces, con su bastón señalaba amenazante al cielo, mientras mascullaba bajito unas palabras ininteligibles.
-¿Qué le pasa?, abuelo, - le preguntaba.
El, con su voz cascada, siempre me contestaba, -nada, pequeña, es que las penas nunca vienen solas.
Era sabio mi abuelo.
Mientras la degustaba, miraba a lo alto. En ocasiones, me parecía ver una chispa en sus ojos, y, entonces, con su bastón señalaba amenazante al cielo, mientras mascullaba bajito unas palabras ininteligibles.
-¿Qué le pasa?, abuelo, - le preguntaba.
El, con su voz cascada, siempre me contestaba, -nada, pequeña, es que las penas nunca vienen solas.
Era sabio mi abuelo.
1 comentario:
rosa margarita, me alegra mucho poder leer tu trabajo en este blog, maravilloso como siempre, muchos saludos a las chicas en el taller, desde florida, un abrazo.
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